Todavía recuerdo cuando, de pequeña, visitaba la fábrica de telas donde trabajaba mi padre.
Cientos de miles de hilos de colores, apagados, brillantes, chillones, coquetos y tímidos, todos ellos alumbrados bajo el foco que se colaba por las ventanas del techo.
Todo estaba cubierto por una capa de polvo: el suelo, las estanterías, incluso el aire.
Las paredes se encontraban escondidas tras las telas, los tapices, las alfombras, las mantas y las moquetas. Todas ellas, con dibujos abstractos o simples, de paisajes y unicornios...
Las máquinas, dormidas, esperan a ser despertadas y así comenzar a tejer con mayor rapidez que la más veloz de las amazónicas arañas, pero no mejor (eso es imposible) y así, ir creando historias en cada cruce de color.
Cuando el botón era pulsado hombres y artefactos se quitaban el polvo y comenzaban a trabajar uniendo este hilo con el otro y ese con aquel y como por arte de magia, aparecía una manta que sería doblada cuidadosamente y guardada en una de las múltiples estanterías...
Al final del día, cuando el botón era pulsado nuevamente, la ilusión se rompía y todo quedaba como cuando una princesa se pincha con un huso, hechizado.
Aun recuerdo los colores, el olor a terciopelo aburrido, el silencio y el tacto de los hilos que cortaba para llevarme conmigo...
Y ahora, la fábrica de telas cierra.
